viernes, 10 de febrero de 2012

CAPITULO 12




CAPITULO 12

Sin perder un segundo más, se levantó de un brinco, se puso el vestido de terciopelo y tomó sus zapatos. Con sumo sigilo, se aplastó contra la puerta al salir y se dirigió a la escalera. Dado que nunca había visto de la posada más que el interior de una sola habitación, le sorprendió comprobar el aislamiento de ese cuarto: solo, al final de una escalera estrecha y empinada al pie de la cual, a juzgar por los aromas, se hallaba la cocina. Estiró el cuello hasta que amenazó romperse y vio lo que era, sin duda, una pierna de Peter con su bota alta, cerca del pie de la escalera. Cuando ya empezaba a perder las esperanzas, desde afuera se oyó un bullicio de carruajes y caballos y una voz de hombre pidiendo ayuda. Con gran alivio, vio a Peter correr hacia la puerta.

En un instante bajó la escalera, atravesó la cocina casi vacía donde los pocos criados estaban absortos en la actividad que había afuera y al fin, salió al sol brillante de la calle. No podía perder tiempo para calzarse los zapatos, pues sabía que Peter descubriría su fuga muy pronto. Por el momento, tenía que poner tiempo y distancia entre ambos si deseaba escapar.

A pesar de sus buenas intenciones, los pies comenzaron a dolerle demasiado para seguir ignorándolos y la gente empezaba a mirarla. Aminoró el paso y vio un callejón oscuro entre dos edificios. Se dirigió allí y se acurrucó entre varios cajones de pescado de los que emanaba un olor nauseabundo. ¡Tengo que pensar!, se ordenó, pues sabía que sin un plan jamás podría ganar su libertad.

Se sentó en uno de los cajones de madera, se calzó los zapatos y se ató los cordones a los tobillos. Mientras tanto calmó su corazón acelerado y comenzó a pensar en sus posibilidades. Necesitaba ir a alguna parte, hallar un sitio donde esconderse hasta que pudiera conseguir trabajo y, especialmente, un lugar donde ocultarse hasta que aquel americano demente abandonara el país.

Sumida en sus pensamientos, no oyó los gritos en la calle hasta estar prácticamente mirando a Peter, de perfil, con las piernas abiertas y las manos en las caderas. Pasaron varios minutos hasta que comprendió que él no la veía, que sólo estaba dando órdenes a otras personas. El hecho de que diera órdenes a extraños renovó la decisión de Lali de huir de él. Se acurrucó lo más que pudo entre los cajones, rogando que no la vieran.

Aun cuando Peter se volvió y echó a correr calle abajo, Lali no se movió, pues presentía que él nunca se daba por vencido. No, Peter Lanzani estaba demasiado seguro de tener razón para pensar en las opiniones ajenas. Si era capaz de tener cautivo a alguien, no la dejaría escapar sin pelear. Inmóvil en aquella posición incómoda, Lali trató de concebir un plan. Primero tendría que alejarse del puerto, y la manera de hacerlo era tener el mar siempre a sus espaldas. Sonrió, pensando que eso no sería difícil y creyó haber resuelto la mitad de su problema. El otro problema era adonde iría una vez que se alejara del puerto. Si lograba volver a la casa Esposito, tal vez Marta, su antigua criada, conociera algún sitio adonde pudiera ir.

Le pareció que habían pasado horas enteras pero el sol seguía brillando y el bullicio del puerto no se había apagado. Recurriendo a toda su capacidad de concentración trató de ignorar los calambres en las piernas y el dolor en la espalda. Dos veces vio pasar a Peter, y la segunda vez estuvo a punto de llamarlo. Quizá fuera por su cuerpo dolorido pero recordaba muy bien la última vez que había estado sola en los alrededores del puerto. Claro que entonces llevaba sólo su camisón y ¿Cómo podía esperar que la trataran como a una dama si estaba vestida como una mujer de la calle? Ahora, con aquel elegante vestido de terciopelo, todos verían en ella a una dama y no se atreverían a tocarla.

Sonrió con algo más de confianza y trató de arrestarse un poco el cabello. El día anterior había notado que la modista francesa y sus ayudantes llevaban el cabello corto, a la griega, y se preguntó si ella también debería cortárselo. Quizás eso le diera un aire de sofisticación en su nueva vida... fuera cual fuese.

Pasó el tiempo con esas cavilaciones y, al ver que el sol bajaba, se sintió a punto de embarcarse en una gran aventura. Había escapado de ese horrible americano y estaba en libertad de ir adonde quisiera.
Lenta y dolorosamente, se incorporó y sacudió las piernas cansadas para que la sangre volviera a ellas. Una vez de pie, se percató de que tenía los pies lastimados y cubiertos de sangre seca, y al dar el primer paso las heridas volvieron a abrirse.

Se armó de coraje y avanzó hacia la calle cada vez más oscura. Una dama, se recordó. Debía actuar como una dama y no permitir que una pequeñez como los pies lacerados e inflamados la hicieran cojear. Si mantenía los hombros erguidos y la frente alta, nadie la molestaría. Nadie se atrevería a importunar a una dama.

La noticia de que una muchacha elegante andaba sola por la zona portuaria corrió como reguero de pólvora. Los hombres que estaban demasiado ebrios para tenerse en pie, de alguna manera se las ingeniaron para salir de su estupor y dirigirse, tambaleantes, hacia allá. Todo un cargamento de marineros que acababan de regresar de un viaje de tres años tomaron sus botellas de ron y corrieron hacia donde, según les habían dicho, los esperaban docenas de mujeres. Perpleja, esforzándose por disimular el miedo, Lali trataba de hacer caso omiso de los hombres que se apiñaban a su alrededor en número cada vez mayor. Algunos, con sonrisas desdentadas y apestando a pescado y a cosas peores, extendían sus manos sucias y temblorosas para tocar el terciopelo de su vestido.

-Nunca he tocado nada tan suave- susurraban
-Nunca me acosté con una dama.
-¿Crees que las damas lo harán igual que las rameras?

Lali comenzó a apretar el paso más y más, esquivando las manos y los cuerpos que hallaba en su camino. Ya no pensaba en mantener el mar a sus espaldas; lo único que quería era escapar. Los hombres del puerto parecían jugar con ella tal como lo hicieran la noche en que llevaba sólo su camisón. Sin embargo, esos juegos relativamente leves cesaron con la llegada de los marineros jóvenes, viriles y ávidos. Cuando éstos vieron que había una sola mujer en lugar de las cincuenta que les habían dicho, se enfurecieron y encauzaron su furia contra aquella muchacha asustada.

CONTINUARÁ…






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