CAPITULO 12
Sin
perder un segundo más, se levantó de un brinco, se puso el vestido de
terciopelo y tomó sus zapatos. Con sumo sigilo, se aplastó contra la puerta al
salir y se dirigió a la escalera. Dado que nunca había visto de la posada más
que el interior de una sola habitación, le sorprendió comprobar el aislamiento
de ese cuarto: solo, al final de una escalera estrecha y empinada al pie de la
cual, a juzgar por los aromas, se hallaba la cocina. Estiró el cuello hasta que
amenazó romperse y vio lo que era, sin duda, una pierna de Peter con su bota alta,
cerca del pie de la escalera. Cuando ya empezaba a perder las esperanzas, desde
afuera se oyó un bullicio de carruajes y caballos y una voz de hombre pidiendo
ayuda. Con gran alivio, vio a Peter correr hacia la puerta.
En un
instante bajó la escalera, atravesó la cocina casi vacía donde los pocos
criados estaban absortos en la actividad que había afuera y al fin, salió al
sol brillante de la calle. No podía perder tiempo para calzarse los zapatos,
pues sabía que Peter descubriría su fuga muy pronto. Por el momento, tenía que
poner tiempo y distancia entre ambos si deseaba escapar.
A
pesar de sus buenas intenciones, los pies comenzaron a dolerle demasiado para
seguir ignorándolos y la gente empezaba a mirarla. Aminoró el paso y vio un
callejón oscuro entre dos edificios. Se dirigió allí y se acurrucó entre varios
cajones de pescado de los que emanaba un olor nauseabundo. ¡Tengo que pensar!,
se ordenó, pues sabía que sin un plan jamás podría ganar su libertad.
Se
sentó en uno de los cajones de madera, se calzó los zapatos y se ató los
cordones a los tobillos. Mientras tanto calmó su corazón acelerado y comenzó a
pensar en sus posibilidades. Necesitaba ir a alguna parte, hallar un sitio
donde esconderse hasta que pudiera conseguir trabajo y, especialmente, un lugar
donde ocultarse hasta que aquel americano demente abandonara el país.
Sumida
en sus pensamientos, no oyó los gritos en la calle hasta estar prácticamente
mirando a Peter, de perfil, con las piernas abiertas y las manos en las
caderas. Pasaron varios minutos hasta que comprendió que él no la veía, que
sólo estaba dando órdenes a otras personas. El hecho de que diera órdenes a
extraños renovó la decisión de Lali de huir de él. Se acurrucó lo más que pudo
entre los cajones, rogando que no la vieran.
Aun
cuando Peter se volvió y echó a correr calle abajo, Lali no se movió, pues
presentía que él nunca se daba por vencido. No, Peter Lanzani estaba demasiado
seguro de tener razón para pensar en las opiniones ajenas. Si era capaz de
tener cautivo a alguien, no la dejaría escapar sin pelear. Inmóvil en aquella
posición incómoda, Lali trató de concebir un plan. Primero tendría que alejarse
del puerto, y la manera de hacerlo era tener el mar siempre a sus espaldas.
Sonrió, pensando que eso no sería difícil y creyó haber resuelto la mitad de su
problema. El otro problema era adonde iría una vez que se alejara del puerto.
Si lograba volver a la casa Esposito, tal vez Marta, su antigua criada,
conociera algún sitio adonde pudiera ir.
Le
pareció que habían pasado horas enteras pero el sol seguía brillando y el
bullicio del puerto no se había apagado. Recurriendo a toda su capacidad de
concentración trató de ignorar los calambres en las piernas y el dolor en la
espalda. Dos veces vio pasar a Peter, y la segunda vez estuvo a punto de
llamarlo. Quizá fuera por su cuerpo dolorido pero recordaba muy bien la última
vez que había estado sola en los alrededores del puerto. Claro que entonces
llevaba sólo su camisón y ¿Cómo podía esperar que la trataran como a una dama
si estaba vestida como una mujer de la calle? Ahora, con aquel elegante vestido
de terciopelo, todos verían en ella a una dama y no se atreverían a tocarla.
Sonrió
con algo más de confianza y trató de arrestarse un poco el cabello. El día
anterior había notado que la modista francesa y sus ayudantes llevaban el
cabello corto, a la griega, y se preguntó si ella también debería cortárselo.
Quizás eso le diera un aire de sofisticación en su nueva vida... fuera cual
fuese.
Pasó
el tiempo con esas cavilaciones y, al ver que el sol bajaba, se sintió a punto
de embarcarse en una gran aventura. Había escapado de ese horrible americano y
estaba en libertad de ir adonde quisiera.
Lenta
y dolorosamente, se incorporó y sacudió las piernas cansadas para que la sangre
volviera a ellas. Una vez de pie, se percató de que tenía los pies lastimados y
cubiertos de sangre seca, y al dar el primer paso las heridas volvieron a
abrirse.
Se
armó de coraje y avanzó hacia la calle cada vez más oscura. Una dama, se
recordó. Debía actuar como una dama y no permitir que una pequeñez como los
pies lacerados e inflamados la hicieran cojear. Si mantenía los hombros
erguidos y la frente alta, nadie la molestaría. Nadie se atrevería a importunar
a una dama.
La
noticia de que una muchacha elegante andaba sola por la zona portuaria corrió
como reguero de pólvora. Los hombres que estaban demasiado ebrios para tenerse
en pie, de alguna manera se las ingeniaron para salir de su estupor y
dirigirse, tambaleantes, hacia allá. Todo un cargamento de marineros que
acababan de regresar de un viaje de tres años tomaron sus botellas de ron y
corrieron hacia donde, según les habían dicho, los esperaban docenas de
mujeres. Perpleja, esforzándose por disimular el miedo, Lali trataba de hacer caso
omiso de los hombres que se apiñaban a su alrededor en número cada vez mayor. Algunos,
con sonrisas desdentadas y apestando a pescado y a cosas peores, extendían sus manos
sucias y temblorosas para tocar el terciopelo de su vestido.
-Nunca
he tocado nada tan suave- susurraban
-Nunca
me acosté con una dama.
-¿Crees
que las damas lo harán igual que las rameras?
Lali
comenzó a apretar el paso más y más, esquivando las manos y los cuerpos que hallaba
en su camino. Ya no pensaba en mantener el mar a sus espaldas; lo único que
quería era escapar. Los hombres del puerto parecían jugar con ella tal como lo
hicieran la noche en que llevaba sólo su camisón. Sin embargo, esos juegos
relativamente leves cesaron con la llegada de los marineros jóvenes, viriles y
ávidos. Cuando éstos vieron que había una sola mujer en lugar de las cincuenta
que les habían dicho, se enfurecieron y encauzaron su furia contra aquella muchacha
asustada.
CONTINUARÁ…
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